Vacaciones
Pasar la Semana Santa en un pueblo de Andalucía tiene algo más que unas simples vacaciones. Uno, que es un urbanita de pro, a veces piensa que es imposible vivir sin conexión a la red y televisión vía satélite. Pero ese uno tiene la suerte de tener las raíces muy metidas en un pequeño pueblo de la sierra norte de Granada. Raíces, que si los documentos no mienten se remontan al siglo XV. No es fácil explicar lo que se siente al regresar a la sierra tras varios meses de ajetreo barcelonés. Lo primero que le invade a uno es la alegría del retorno, luego sigue la conversación animada y más tarde una paz casi ascética ante una cerveza fría en la terraza de una bar contemplando las montañas. Muy bucólico, sí, pero hay algo más. Las procesiones son diferentes; nada de encapuchados ni barroquismo sevillano. Son procesiones de santos sencillos en tronos espartanos. La gente acude más por tradición que por sentimiento, aunque es difícil saber dónde acaba el sentimiento y se impone la tradición. Y es que tiene algo de entrañable tomarse un cubata con unos amigos que van a llevar a la virgen en cinco minutos y salen disparados del bar con alguna copa de más. Tiene algo, sí, el mirar como pasean esas estatuas de madera por las estrechas calles del pueblo.
He tenido la suerte, un año más, de quedarme en Castril esta Semana Santa. Aunque los años se empiezan a notar y las noches de copas son pocas y cada vez más breves. Siempre quedan los paseos por las peñas en compañía de un escritor local en busca de parajes para las fotografías de su nuevo libro. Siempre está ahí el reproche de la abuela por lo rojo que es uno, el chascarrillo con el amigo mujeriego y la complicidad con los tuyos. No es fácil explicarlo, quizá no haya palabras para explicar los instantes de tranquilidad absoluta y las horas empleadas, por fin, en la lectura de ese libro que se te resiste. Y es que hay algo mágico en la sierra y en las personas, en las calles empinadas y en las casas encaladas. Un algo que me atrapa en el acento atávico de las gentes, en el aceite, en las migas del café y en el moverse de las mujeres. Si los genes tienen memoria, los míos tienen un archivo infinito entre las calles de Castril.
He tenido la suerte, un año más, de quedarme en Castril esta Semana Santa. Aunque los años se empiezan a notar y las noches de copas son pocas y cada vez más breves. Siempre quedan los paseos por las peñas en compañía de un escritor local en busca de parajes para las fotografías de su nuevo libro. Siempre está ahí el reproche de la abuela por lo rojo que es uno, el chascarrillo con el amigo mujeriego y la complicidad con los tuyos. No es fácil explicarlo, quizá no haya palabras para explicar los instantes de tranquilidad absoluta y las horas empleadas, por fin, en la lectura de ese libro que se te resiste. Y es que hay algo mágico en la sierra y en las personas, en las calles empinadas y en las casas encaladas. Un algo que me atrapa en el acento atávico de las gentes, en el aceite, en las migas del café y en el moverse de las mujeres. Si los genes tienen memoria, los míos tienen un archivo infinito entre las calles de Castril.
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Biafra -
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