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Joyas

La guerra civil que perdió Bambi

Texto de Arturo Pérez Reverte. 

En mi familia perdieron la guerra. Mi padre hizo poco para ganarla, pues la pasó en artillería antiaérea, jugando al ajedrez entre bombardeo y bombardeo. Pero mi tío Lorenzo, que se alistó con dieciséis años y volvió de sargento y con agujero de bala a los diecinueve, se comió el Ebro y Belchite. Quiero decir con eso que, por nacer doce años después de la guerra, tuve información oral fresca: combates, represión, cárceles, paseos a manos de milicianos o falangistas, y cosas así. Soy de Cartagena, donde la cosa estuvo cruda. Tuve además, como casi todos los españoles, a parientes en ambos bandos; y allí lucharon y también fueron fusilados por unos y otros, en aquella macabra lotería que fue España.



Poseo, por tanto, elementos casi de primera mano sobre esa parte de la memoria que ahora tanto agitan. Y nunca me tragué lo de buenos y malos: ni cuando niño las hordas rojas, ni de mayor los fascistas de fijador, brillantina y correaje. Tuvimos de unos y otros, naturalmente. Y a la guerra siguió una dictadura infame, ajena a la caridad. Pero hay un par de puntualizaciones necesarias. Una es que, españoles todos, llenos de los rencores, las envidias y la mala baba de la estirpe, canallas y asesinos lo fuimos en los dos bandos. Otra, que casi todos se vieron envueltos en aquello muy a su pesar; y que, entusiastas y héroes aparte –a ambos lados los hubo con igual coraje y motivos–, la mayor parte estuvo en las trincheras de modo aleatorio, según donde tocó. La prueba es que hubo más deserciones –pasarse, decían– por volver al pueblo con la familia, que por ideología nacional o republicana.



Por eso estoy hasta los cojones de que me vendan burros teñidos de azabache. Si de pequeño no creí lo de la Cruzada y la espada más limpia de Occidente, no pretenderán que me trague ahora lo del pueblo en armas en plan Bambi: aquí la buena gente proletaria, y allí espadones y señoritos. Mi padre y mi tío, verbigracia, eran chicos de buena familia, pero defendían a la República. Entre otras cosas, porque el pueblo eran muchos pueblos y muchos hijos de vecino, y cada cual, según le iba o donde caía, era de su padre y de su madre. Por mucho que, a falta de argumentos actuales, de inteligencia política, de cultura, de ideas claras y de otra cosa que no sea el hoy trinco votos y mañana veremos, ciertos habituales de los telediarios estén empeñados en ganar por la cara, setenta años después, las guerras que perdieron sus abuelos, o los míos. Y no sé hasta qué punto la demagogia y el fraude calarán en jóvenes a quienes eso queda muy lejos; pero ya empiezo a estar harto de tanto bocazas y tanto cuento chino. Una cosa es que aquellos a cuyos parientes fusilaron por rojos puedan, al fin, hacer lo que hicieron otros en los años cuarenta: honrar los huesos de sus muertos. Otra, que se falsee la Historia para reventar al adversario político de ahora mismo, suplantando la realidad con camelos como aquel grotesco Libertarias que rodó hace años Vicente Aranda, poblado de angelicales milicianos. Por ejemplo.



Así que ya está bien de mezclar churras con merinas. Tengo verdaderas ganas de oír, en boca de estos cantamañanas aficionados no a desenterrar muertos, sino rencores, que el franquismo sometió a España a una represión brutal, cierto; pero que, de haber ganado la República, sus fosas comunes también habrían sido numerosas. Que ya lo fueron, por cierto, aunque ahora se cargue todo en la ambigua cuenta de los incontrolados. Y no digamos si hubieran vencido los tipos duros del partido comunista, entonces férreamente sujeto al padrecito Stalin; pregúntenselo a don Santiago Carrillo, que de ajustes de cuentas con derechas e izquierdas sabe un rato. Y en cuanto a los nacionalismos radicales –esos miserables paletos que tanta manteca han sacado de la guerra civil, y la siguen sacado–, sería útil recordarles que al presidente Companys, por ejemplo, cualquier gobierno izquierdista fuerte y consecuente lo habría fusilado también, acabada la guerra, por traidor a la República, a la Constitución y al Estatuto. Y del pueblo vasco que acudió a defender la libertad, curas incluidos, como un solo gudari y como una sola gudara, podemos hablar despacio otro día, porque hoy se me acaba la página. Incluidos los tercios de requetés donde se alistaron de abuelos a nietos apellidados Iturriaga, Onaindía, Beascoechea, Elejabeitia, Orueta o Zubiría; a quienes ni siquiera Javier Arzalluz –la jubilación más aplaudida de la historia reciente de España– podría llamar españoles maketos de mierda.

Una buena película

Una buena película

Acabo de ver -por cuasuliadad- una de las mejorespelículas que he tenido la oportunidad de disfrutar en mucho tiempo. Se titula Hasta donde los pies me lleven y narra la historia de un prisionero alemán en una campo de Siberia tras la Segunda Guerra Mundial y su huída posterior a través de la URSS. La película no cae el el maniqueísmo que sería de esperar, lo cual se agradece. Además de la historia me han impactado los paisajes y la profundidad de los personajes. No es una película con muchos diálogos, aunque no hacen demasiada falta.  

En fin, que en el link que les he dejado podrán informarse mucho mejor. Espero que la vean y la disfruten 

Islam es amor...

Islam es amor...

Carteles: ¡El Islam es paz, Phil! ¡Jihad contra Phil! Phil no es equilibrado. ¡Los musulmanes condenan a Phil!
Phil no tardó mucho en lamentar haber sugerido que los musulmanes deberían protestar contra el terrorismo, no contra las críticas.

Diferentes raseros

Algunos artículos interesantes

Un nuevo frente, siempre latente, ha sido abierto este verano en Oriente Medio. Si en los populosos suburbios chiíes de la capital fueron disparadas salvas al aire como muestra de alegría por la captura de los dos soldados israelíes, y si los refugiados palestinos del campo de Burj el Brajne, cabe al aeropuerto, hicieron gala de su satisfacción, la mayoría de los libaneses teme las consecuencias de esta acción del Hezbollah…

En medio de este ambiente de indignación, de resentimiento, de frustración de los pueblos árabes y musulmanes ante las represalias israelíes en Gaza, y también respecto a la apatía de los gobiernos del Mashrek, la coordinación de Hezbollah con Hamas ha sido fomentada por Siria y por la República Islámica de Irán…

(Tomás Alcoverro, lavanguardia, 13-VII-06)

El primer ministro israelí, Ehud Olmert, se encontraba ayer en Galilea, en casa de la familia del soldado secuestrado de 19 años Guilad Shalit, cuando sus ayudantes le interrumpieron para informarle de que a media hora de allí, en la frontera de Líbano, dos soldados más acababan de ser secuestrados por Hezbollah.

Históricamente, para los israelíes el secuestro de sus soldados es considerado un golpe moral y psicológico que va mucho más allá de una vida humana. La muerte de soldados en combate es motivo de luto para la calle israelí, pero los secuestros tienen una importancia política y militar mucho más profunda.

Decenas de atentados suicidas palestinos en el corazón de las ciudades traumatizaron parcialmente a la sociedad judía. Sin embargo, minutos después el lugar afectado ya estaba limpio y organizado, y horas después volvía a estar lleno de gente. El efecto de los secuestros, en cambio, se siente a la larga: es el caso del piloto Ron Arad, capturado en Líbano en 1986 y del que se perdió el rastro; todo niño israelí conoce su historia y le recuerda.

Gran parte de las familias israelíes envían a sus hijos de 18 años para cumplir un servicio militar de 36 meses que, a veces, conlleva fuertes peligros. Tras el secuestro de tres soldados en menos de tres semanas son muchos los padres que expresan su más profundo temor por la vida de sus hijos; su terror son las imágenes que los islamistas radicales difunden en internet, asesinando a sangre fría a secuestrados en Iraq.

Los grupos islamistas Hezbollah, Hamas y la Yihad Islámica, apoyados y asesorados por Teherán, estudian al detalle las debilidades de la sociedad israelí. Por eso, las milicias libanesas intentan raptar incluso los cadáveres israelíes: en los canjes de presos, Israel paga un alto precio incluso por los muertos.

Hezbollah y Hamas tienen cadenas de televisión con programas propagandísticos en hebreo para que la opinión pública israelí presione al Gobierno para liberar a miles de presos palestinos de las cárceles israelíes. El propio padre del soldado Guilad Shalit se lo pidió ayer al primer ministro cuando éste le visitó.

(Henrique Cymerman, La Vanguardia, 13-VII-06)

 

La boquita del senador

Les paso un artículo de Arturo Pérez Reverte que no tiene desperdicio. 

Si algo me fascina de los políticos españoles es su capacidad de rizar el rizo con tal de no bajarse de los carteles. Y la verdad es que algunos domingos me dan esta página hecha. Hoy se la debo al senador del PNV Javier Maqueda, quien opina, literalmente, que «el que no se sienta nacionalista ni quiera de lo suyo no tiene derecho a vivir». Sí. Eso fue lo que el senador –que viene del latín senatus, senado, consejo de ancianos sabios y venerables– largó hace unos días, durante un acto al que estaba invitado en Mallorca; donde, por cierto, se le jaleó la ocurrencia con aplausos. Faltaría más. En España los aplausos van de oficio. Es, salvando las distancias mínimas, como en los programas bazofia de la tele, donde eructa cualquier pedorra, y el cuerpo de marujas de guardia rompe aguas en aplausos entusiastas, que para eso están allí. Para aplaudir lo que le echen y decir te queremos, bonita.

Con lo del senador, sin embargo, albergo un par de dudas. Lo de nacionalista es un concepto complejo, pues abarca demasiadas cosas. Todos somos nacionalistas de algo: la lengua, la memoria, la cultura, la infancia. El fútbol. Pero creo que el senador Maqueda hablaba de otro nacionalismo: el que se envuelve en la bandera local, el exclusivo y excluyente, el de nosotros y ellos. El patológico. El que manipula instintos y sentimientos para conseguir perversa rentabilidad política. Y por ahí, no. En ese sentido, algunos no nos sentimos nacionalistas en absoluto. A mí, sin ir más lejos, no se me saltan las lágrimas cuando oigo una minera en La Unión, ni cuando veo saltar un salmonete en la punta de Cabo Palos, ni cuando le cantan –lo siento paisanos, pero ya no– la salve a la Virgen el Lunes Santo por la noche. He visto demasiadas veces cómo lo noble, lo legítimo, termina en manos de gente como el senador Maqueda. Si alguna vez aflojo, será por otras cosas. Por mi infancia perdida, tal vez, y por las sombras entrañables que la acompañan. No porque me emocione el cantón nacional de Cartagena o su independencia de la mardita y opresora Mursia. Por ejemplo.

Aclarado, pues, que me incluyo en las palabras del senador Maqueda, quisiera que un experto en nacionalismos y en derecho a la vida, como él, aclare un par de cosas. Imaginemos que decido establecerme en Bilbao para pasear por el Guggenheim cada mañana; o en Barcelona, por ir de noche a la calle Tallers y calzarme un martini seco en Boadas; o en Cádiz, puntal indiscutible de la nación andaluza, para ponerme de urta a la sal en El Faro, un día sí y otro no, hasta las trancas. Supongamos, como digo, que opto por alguna de esas alternativas, sin sentir, respecto a Bilbao, Barcelona o Cádiz, más cosquilleo nacionalista que el que proviene de la atenta lectura de los libros de Historia, el aprecio por su gente, y la certeza de compartir una memoria colectiva en la compleja y mestiza plaza pública –llamada Hispania por los mismos que inventaron la institución de la que trinca el senador Maqueda– donde, unas veces por suerte y otras por desgracia, el azar puso a mis antepasados. Entre los que lamento, por cierto, no figuren unos cuantos jacobinos, guillotinadores, con un «todos los ciudadanos son iguales ante la ley» bajo el brazo y con las cabezas de Carlos IV y Fernando VII metidas en un cesto. A lo mejor no estaríamos hablando de estas gilipolleces.

Y ahora, las preguntas. ¿Cómo se articularía, a juicio del senador Maqueda, mi falta de derecho a vivir? ¿Mediante la prohibición, tal vez, de establecerme donde vivan nacionalistas? ¿Quemándome la ferretería si decidiera hacerme ferretero? ¿Pegándome un tiro en la nuca?… Como ven, las posibilidades que abre la afirmación senatorial son curiosas. Y pueden aderezarse, además, con matices interesantes. ¿Echar la pota –por ejemplo– cada vez que oigo a un cateto cantamañanas manipular la Historia y mi inteligencia haciendo comparaciones con Irlanda o con Montenegro, es un tic franquista? ¿Saber como sé, porque viajo y leo libros, que no hay nada más conservador, inculto y reaccionario que un nacionalista radical, me hace acreedor al epíteto de fascista?… Y ya puestos a preguntar, ¿se ocuparía, llegado el caso, el senador Maqueda de explicarme personalmente mi derecho a vivir? ¿Él y cuántos más? ¿Vendrían de día, o vendrían de noche? ¿Vendrían juntos a explicármelo, o vendrían de uno en uno?… Porque me parece que el senador Maqueda está mal informado. No todos somos Ana Frank.

 

 

Si la Bonino fuera española

Si la Bonino fuera española

Les paso un artículo muy bueno publicado en un blog que les recomiendo visitar.

En cuanto se acercan las elecciones los liberales se encuentran con el mismo conflicto. ¿A quién hay que votar? No existe ninguna alternativa liberal en España, y hay que elegir entre una derecha conservadora e intervencionista, o una izquierda estatalista y rendida al nazionalismo reaccionario. En Italia no existe ese problema,
los liberales pueden votar al excéntrico Partido Radical, de Emma Bonino y Panella.
El compromiso radical con la libertad les ha llevado a enfrentarse con el poder de la Iglesia Católica en la política italiana. Defienden con ardor el derecho al aborto, la eutanasia, el matrimonio gay, la investigación con células madre y el "divorcio exprés".
Se oponen a la penalización de la prostitución y lideran la lucha antiprohibicionista que pretende legalizar las drogas.
En 1989 promovieron una candidatura prolegalización en España, con el respaldo de gente como Fernando Savater, Maruja Torres, Arrabal, Escohotado, Javier Krahe...
En materia económica también defienden ante todo la libertad individual. A su lado el P.P. es una banda de socialistas albaneses que no han acabado de salir del mario. En las últimas elecciones italianas se ha constituido una alianza electoral que resulta sorprendente, vista desde nuestro país.
"La Rosa n´el Pugno" ha unido a liberalesradicales con socialistas. No hace falta decir que en Italia existe una izquierda que en España está desterrada. Allí hay socialistas cuyo compromiso con la libertad les ha llevado a ser anticomunistas convencidos,
y no sólo se levantan ante la bandiera de EE.UU., sino que hicieron gala de su atlantismo en los peores años de la Guerra Fría. Se trata de una izquierda que se ha despojado de sus dogmas y no se ofende con la leyenda "liberali" en su escudo electoral.
No existe nada parecido en nuestro panorama político. En Euskadi los bolcheviques más feroces se convierten en monaguillos del PNV, a cambio de un puñado de peladillas y de un traguito de vino de misa.
En Cataluña forman parte de la oligarquía partitocrática. Incluso han conseguido superar a la derecha nacionalista y vaticanista con su obsesión por perseguir a las prostitutas por las calles de Barcelona. Puestos a buscar aliados eligen a los enemigos más reaccionarios
de las libertades individuales. A aquellos que en nombre de la Santa Tradición exigen que el Estado anule y aplaste al individuo para formar una nueva nación con esa pasta uniforme.
En estos momentos más que nunca se echa de menos una opción progresista formada por quienes se sienten traicionados por una izquierda entregada a la Reacción, una "Rosa nel Pugno" española. En Cataluña ha aparecido algo que se le puede parecer, una alternativa laica, progresista y que defiende la libertad frente al colectivismo nacional. Me refiero a Citadans de Catalunya, un intento valiente para enfrentarse a ese partido único con cuatro cabezas que gobierna desde siempre. El primer rasgo que dejan ver, su oposición a los valores de la tribu, ha levantado muchas expectativas.
Sobre todo entre los fascistas que les niegan a momporro limpio el derecho de expresión.
La capacidad dialéctica de Albert Boadella y su descaro de bufón ácrata garantizan el espectáculo.
No es suficiente que aparezca sólo en Cataluña, haría falta que se extienda por toda las península, y las islas.
¡Si la Bonino fuera española...!

No negociable

No negociable

Más humor gráfico

Más humor gráfico Hamas: Las sanciones nos están llevando a la bancarrota. Nuestra gente necesita comida y medicinas.
Cartel: Presupuesto de la Autoridad Nacional Palestina.

Hamas: Todo se reduce a una elección entre armas y...

Teléfono: ¡Occidente está enviando ayuda humanitaria!

Hamas: ¡El último que llegue al bazar de armas es un puto judío!

PARTIDAZO

PARTIDAZO 4-0. España enseña los dientes frente a Ucrania. El resultado más abultado de lo que va de mundial. Parecía que Brasil se hubiese vestido de rojo. ¡A por ellos!

Un puntazo

Un puntazo Panella, magnífico. Estos italianos tienen unos puntos...

TODOS SOMOS LIBERALES

TODOS SOMOS LIBERALES

Mario Vargas Llosa 

La palabra de moda es liberal. Pasa con ella lo que, en los sesenta, con las palabra socialista y social, a las que todos los políticos y los intelectuales se arrimaban, pues, lejos de ellas, se sentían en la condición de dinosaurios ideológicos. El resultado fue que corno todos eran socialistas o, por lo menos, sociales —socialdemócratas, social cristianos, social progresistas— aquellas palabras se cargaron de imprecisión. Representaban tal mezcolanza de ideas, actitudes y porqués que dejaron de tener una significación precisa y se volvieron estereotipos que adornaban las solapas oportunistas de gentes y partidos empeñados en “no perder el tren de la historia” (según la metáfora ferrocarrilera de Trotsky).

Ahora todos somos liberales. Lo que equivale a nadie es liberal. Para algunos, liberal y liberalismo tienen una exclusiva connotación económica y se asocian a la idea del mercado y la competencia. Para otros es una manera educada de decir conservador, e incluso troglodita. Muchos no tienen la menor sospecha de lo que se trata, pero comprenden, eso sí, que son palabras de fogosa actualidad política, que hay, por tanto, que emplear (exactamente como en los cincuenta había que hablar de compromiso; en los sesenta, de alineación; en los setenta, de estructura, y en los ochenta de perestroika).

Si uno quiere ser entendido cada vez que emplea los vocablos liberal y liberalismo conviene que los acompañe de un predicado especificando qué pretende decir al decirlos. Ello es necesario para salir al fin del embrollo político-lingüístico en el que hemos vivido gran parte de nuestra vida independiente.

Las primeras lecciones de liberalismo yo las recibí de mi abuelita Carmen y mi tía abuela Elvira, con quienes pasé mi infancia. Cuando ellas decían de alguien que era un liberal, lo decían con un retintín de alarma y de admonición. Querían decir con ello que esa persona era demasiado flexible en cuestiones de religión y de moral, alguien que, por ejemplo encontraba lo más normal del mundo divorciarse y recasarse, leer las novelas de Vargas Vila y hasta declararse libre pensador. La suya era una versión más restringida, latinoamericana y decimonónica de lo que es un liberal. Porque los liberales del siglo XIX, en América Latina, fueron individuos y partidos que se enfrentaban a los llamados conservadores en nombre del laicismo. Combatían la religión de Estado y querían restringir el poder político y a veces económico de la Iglesia, en nombre de un abanico de mentores Ideológicos —desde Rosseau y Montesquieu hasta los jacobinos— y enarbolaban las banderas de la libertad de pensamiento y de creencia, de la cultura laica, contra el dogmatismo y el oscurantismo de la ortodoxia religiosa.

Hoy podemos damos cuenta que, en esa batalla de casi un siglo, tanto liberales como conservadores quedaron entrampados en un conflicto monotemático excéntrico a los grandes problemas: ser adversarios o defensores de la religión católica Así contribuyeron decisivamente a desnaturalizar las palabras, las doctrinas y valores implícitos a ellas con que vestía sus acciones políticas.

En muchos casos excluido el tema de la religión, conservadores y liberales (latinoamericanos) fueron índiferenciables en todo lo demás y, principalmente, en sus políticas económicas, la organización del Estado, la naturaleza de las instituciones y la centralización del poder (que ambos fortalecieron de manera sistemática siempre). Por eso, aunque en esas guerras interminables, en ciertos países ganaron los unos y en otros los otros, el resultado fue más o menos similar: un gran fracaso nacional. En Colombia, los conservadores derrotaron a los liberales. Y en Venezuela estos a aquellos y eso significó que la Iglesia católica ha tenido en este último país menos influencia política y social que en aquél. Pero en todo lo demás, el resultado no produjo mayores beneficios sociales ni económicos ni a unos ni a otros, cuyo atraso y empobrecimiento fueron muy semejantes (hasta la explotación del petróleo en Venezuela, claro está).

Y la razón de ello es que los liberales y conservadores latinoamericanos fueron ambos tenaces practicantes de esa versión arcaica —la oligárquica y mercantilista— del capitalismo, a la que, precisamente, la gran revolución liberal europea transformó de raíz. Al extremo de que, en muchos países, como el Perú, fueron los conservadores, no los liberales, quienes dieron las medidas de mayor apertura y libertad, en tanto que en la economía estos practicaron el intervencionismo y el estatismo.

Lo cierto es que el pensamiento liberal estuvo siempre contra el dogma —contra todos los dogmas, incluido el dogmatismo de ciertos liberales— pero no contra la religión católica ni ninguna otra y que más bien la gran mayoría de filósofos y pensadores del liberalismo fueron y son creyentes y practicantes de alguna religión. Pero si se opusieron siempre a que, identificada con el Estado, la religión se volviera obligatoria: es decir, que se privara al ciudadano de aquello que para el liberalismo es el más preciado bien: la libre elección. Ella está en la raíz del pensamiento liberal, así como el individualismo, la defensa del Individuo singular de ese espacio autónomo de la persona para decidir sus actos y creencias que se llama soberanía, contra los abusos y vejámenes que pueda sufrir de parte de otros individuos o de parte del Estado, monstruo abstracto al que el liberalismo, premonitoriamente, desde el siglo XVIII señaló como el gran enemigo potencial de la libertad humana al que era imperioso limitar en todas sus Instancias para que no se convirtiera en un Moloch devorador de las energías y movimientos de cada ciudadano.

Si la preocupación respecto al dogmatismo religioso ha quedado anticuada desde una perspectiva latinoamericana, en la que un laicismo que no dice su nombre avanza a grandes zancadas desde hace décadas, la crítica del Estado grande como fuente de injusticia e ineficiencla de la doctrina liberal tiene en nuestros países vigencia dramática. Unos más, unos menos, todos padecen un gigantismo estatal del que han sido tan responsables nuestros llamados liberales como los conservadores. todos contribuyeron a hacerlo crecer, extendiendo sus funciones y atribuciones, cada vez que llegaban al gobierno, porque, de ese modo, pagaban a su clientela, podían distribuir prebendas y privilegios, y, en una palabra, acumulaban más poder.

De ese fenómeno han resultado muchas de las trabas para la modernización de América Latina: el reglamentarismo asfixiante, esa cultura del trámite que distrae esfuerzos e inventivas que deberían volcarse en crear y producir, la inflación burocrática que ha convertido a nuestras instituciones en paquidermos ineficientes y a menudo corrompidos; esos vastos sectores públicos expropiados a la sociedad civil y preservados de la competencia, que drenan inmensos recursos a la sociedad, pues sobreviven gracias a cuantiosos subsidios y son el origen del crónico déficit fiscal y su correlato: la Inflación.

El liberalismo está contra todo eso, pero no está contra el Estado, y en eso se diferencia del anarquismo, que quisiera acabar con aquél. Por el contrario, los liberales que no sólo aspiran a que sobrevivan los estados sino a que ellos sean Io que precisamente no son en América Latina: fuertes, capaces de hacer cumplir las leyes y de prestar aquellos servicios, como administrar Justicia y preservar el orden público, que les son inherentes. Porque existe una verdad poco menos que axiomática —muy difícil de entender en países de tradición centralista y mercantilista: que mientras más grande es el Estado, es más débil, más corrupto y menos eficaz.

Es lo que pasa entre nosotros. El Estado se ha arrogado toda clase de tareas, muchas de las cuales estarían mejor en manos particulares, como crear riqueza o proveer seguridad social. Para ello ha tenido que establecer monopolios y controles que desalientan la iniciativa creadora del individuo y desplazan el eje de la vida económica del productor al funcionario, alguien que, dando autorizaciones y firmando decretos, enriquece, arruina o mantiene estancadas a las empresas. Este sistema enerva la creación de riqueza, pues lleva al empresario a concentrar sus esfuerzos en obtener prebendas de poder político, a corromperlo o aliarse con él, en vez de servir al consumidor. Pero además, el mercantilismo provoca una progresiva pérdida de legitimidad de ese Estado al que el grueso de la población percibe como una fuente continua de discriminación o Injusticia.

Este es el motivo de la creciente informalización de la vida y de la economía que experimentan todos nuestros países. Si la legalidad se convierte en una maquinaria para beneficiar a unos y discriminar a otros. Si solo el poder económico o el político garantizan el acceso al mercado formal, es lógico que quienes no tienen ni uno ni otro trabajen al margen de las leyes y produzcan y comercien fuera de ese exclusivo club de privilegiados que es el orden legal. Las economías Informales parecieron durante mucho tiempo un problema No lo son, sino, más bien, una solución primitiva y salvaje, pero una solución, al verdadero problema; el mercantilismo, esa forma atrofiada del capitalismo, resultante del sobredimensionamiento estatal. Esas economías informales son la primera forma —y es significativo que sean una creación de los marginados y pobres— aparecida en nuestros países de una economía de libre competencia y de un capitalismo popular.

Este es el más arduo reto de la opción liberal: adelgazar drásticamente al Estado, ya que ésta es la más rápida manera de tecnificarlo y de moralizarlo. No solo se trata de privatizar las empresas públicas devolviéndolas a la sociedad civil; de poner fin al reglamentarismo kafkiano y a los controles paralizantes y al régimen de subsidios y de concesiones monopólicas y, en una palabra, de crear economías de mercado de reglas claras y equitativas, en las que el éxito y el fracaso no dependen del burócrata, sino del consumidor. Se trata, sobre todo, de desestatizar unas mentalidades acostumbradas por la práctica de siglos —pues esta tradición se remonta hasta los Imperios prehispánicos colectivistas en los que el individuo era una sumisa función en el engranaje Inalterable de la sociedad— a esperar de algo o de alguien —el emperador, el rey, el caudillo o el gobierno— la solución de sus problemas, una solución que tuvo siempre la forma de la dádiva.

Sin esa desestatización de la cultura y la psicología, el liberalismo será letra muerta.

La democracia de Evo

 

Contradicciones del progresismo de salón Parte III

 

 

Serafín Fanjul, Catedrático de Literatura Árabe de la UAM

Contradicciones del progresismo de salón II Parte

Contradicciones del progresismo de salón II Parte Por lo visto no es algo que suceda sólo en España.Como dice mi señor padre, "en este mundo no cabe un tonto más"...

Patria o muerte, venderemos

Patria o muerte, venderemos Derrota tras derrota hasta la derrota final...

Añoranza de Cataluña

Les paso un artículo buenísimo de Juan Carlos Girauta. Como historiador he vivido en propias carnes lo que se comenta en el artículo. Es bastante largo pero merece mucho la pena leerlo.

 

A la muerte de Franco, círculos intelectuales catalanes, con prolongaciones baleares y valencianas, desplegaron una serie de iniciativas tendentes a divulgar una nueva visión de la historia de Cataluña y a proporcionar, de paso, elementos ideales de legitimación a los sectores progresistas y nacionalistas, así como argumentos de autoridad a los dirigentes de la oposición local y a los grupos influyentes en el campo intelectual. Como bien preveían, pronto se iban a crear o recuperar instituciones, nuevos centros de poder, y había que empezar a tomar posiciones. En aquel contexto, se consideró que no tardaría en generarse una fuerte demanda de relato nacional catalán. Y cumplieron con su papel, aunque quizá con menos eco del que cabía esperar: en la mayoría de los casos, las puras consignas, sin mayor profundización, satisficieron los requerimientos. Vayan a preguntarles hoy, uno por uno, a los diputados autonómicos del PSC y de CiU, por ejemplo, quién era Ramon Berenguer IV.

Existía una producción historiográfica local que había llegado a las universidades y a los estudiosos, pero hacía falta remozarla, dotarla de intencionalidad para una etapa específica, armar algunos nuevos constructos y escamotear una parte de la visión de España presente en la escuela de Vicens Vives: una visión contrapuesta a la de los historiadores llamados visigóticos y que rechazaba la exclusividad constitutiva castellana en lo español. Es la que prevaleció en la Constitución del 78, pues implícita está en nuestro sistema jurídico-político. Paradojas de la vida, la nueva historiografía catalana de mediados de los 70 prefería decantarse en este crítico asunto -sin reconocerlo explícitamente, claro está- por los visigóticos: España era básicamente Castilla. Lo nuestro era otra cosa.

Sirva como ejemplo privilegiado de aquellas iniciativas divulgadoras, legitimadoras, portadoras de argumentos de autoridad y preñadas de intenciones inmediatas, una especialmente reveladora por los fundamentos que plasmó en su acta de nacimiento: la revista mensual L’Avenç (Història dels Països Catalans). Su embrión estuvo en la facultad de Letras de la Universidad Central de Barcelona, en el folletón ciclostilado Història i Societat, que cristalizó en L’Avenç con el apoyo de Editorial Avance. El editorial de su número cero, gratuito, de diciembre de 1976, da cuenta de los avatares de sus impulsores a la hora de lograr financiación. Muy en la línea de la descontextualización burda y simpática de las fuentes marxistas tan propia de aquellos ambientes y de aquella época, informa: “Nos hacía falta lo que, según Engels, es determinante en última instancia: el factor económico”. La práctica totalidad de los miembros del Consejo Asesor eran profesores universitarios de historia. Encontramos a Rafael Aracil, Albert Balcells, Josep Benet, Ernest Lluch, Joaquim Nadal, Borja de Riquer o Jaume Sobrequés, entre otros.

Nos situamos en una cesura histórica. Desde julio, sustituyendo a Arias Navarro, gobierna Adolfo Suárez, nombrado ministro Secretario General del Movimiento tras la muerte de Franco. Suárez impulsa su proyecto de reforma política, que la izquierda rechaza, pero la ley se aprueba por referéndum justamente en diciembre. La situación española está a punto de dar un vuelco formidable de la mano del régimen. El principio rector del proceso será “de la ley a la ley”. La oposición, a la vista del aplastante apoyo popular a los planes del Gobierno, transitará, sucesivamente y a rastras, la renuencia, la desconfianza, el escepticismo, la esperanza y el asombro, para terminar en la plena aceptación de una democracia hija de la iniciativa de un grupo de franquistas. De las Leyes Fundamentales del Movimiento a un Estado de Derecho plenamente homologable, siguiendo cauces legales y sin solución de continuidad. Habrá una excepción a la regla “de la ley a la ley”: la Generalidad restaurada.

La Generalidad será previa a la Constitución, y su presidencia se le reconocerá a Josep Tarradellas, que mantuvo prácticamente en solitario, en el exilio francés, la llama de la institución. Aquel grupo de profesores de historia se había puesto manos a la obra un año antes con un objetivo que, en palabras de Josep Fontana inspiradas por Jean Chesneaux, consistía en “atender las demandas populares e insertar la historia en la práctica social”. Más concretamente, Fontana reconoce: “Nuestra tarea más inmediata y urgente, aquella que ha de responder a las primeras demandas sociales que nos lleguen, será la de restituir a nuestro pueblo la visión histórica nacional que le ha sido negada desde 1939”. Se trata de “aprender a hacer una historia nueva”, y por si hubiera alguna duda de lo que esto significa Fontana afirma sin ambages: “Contra la historia científica, entendida en el sentido de neutra e imparcial, hay que propugnar una historia política, objetiva pero partidaria (…)”.

Desde ese momento, las elites intelectuales y los estudiantes universitarios serán alimentados en Cataluña, Valencia y Baleares, y aun en la francesa Catalunya Nord, por un cuerpo de doctrina que incluye, de entrada, el concepto de Països Catalans. Tal es la nación de la que hablan, sobre la que escriben, para la que se disponen a “hacer una historia nueva”. No está clara la relación entre la historia que, según Fontana, nos estaban negando desde 1939 y tal constructo político-cultural. Nunca existió una entidad llamada Països Catalans. Entendemos que se refieren a la Corona de Aragón, cuyo nombre no es plenamente satisfactorio de cara a los fines que propugnan los avanzados del catalanismo universitario en aquella cesura histórica de mediados de los 70 (“una historia política, objetiva pero partidaria”). Muchos historiadores escribieron y escriben acerca de una Confederación catalano-aragonesa, denominación no tan flagrantemente engañosa cuando matizan “confederación avant la lettre”, aunque, hecha la advertencia, siguen usándola sin matiz. La página web oficial de la Generalidad de Cataluña de noticia de lo siguiente: “Con este nombre [¿Generalitat? ¿Generalitat de Catalunya? No se especifica] se ha designado, desde hace casi setecientos años, al organismo ejecutivo creado por las Cortes Generales de la Confederación [sin matices] de la corona catalanoaragonesa (s.XIV-XV). Las raíces de Cataluña como pueblo con una unidad de territorio y de gobierno se adentran en la lejanía de los siglos de la edad media. (…) La nación catalana ha tenido a lo largo de los siglos las instituciones políticas y las formas de gobierno propias de cada época, con un grado de soberanía también diverso. Estas instituciones han sido, en ciertos periodos de su historia, las propias de un estado soberano, y en otros más recientes la expresión de un poder compartido con el poder central del Estado español”.

Con la elección del término “Confederación” se trata de destacar que aquello que se conoció como Corona de Aragón tuvo su centro político en Barcelona, que sus reyes (reyes de Aragón) pertenecían a la Casa de Barcelona. Que, referidos a ésta, su título era el de condes, etcétera. Pero es que antes de 1939, en aquella historia que luego “nos negaron”, las instituciones republicanas no reconocieron nada parecido a unos Países Catalanes. Basta echar un vistazo a la Constitución de 1931 para comprobarlo: “Artículo 13. En ningún caso se admite la federación de regiones autónomas”. Y ponerla en relación con el Estatuto de Cataluña de 1932: “Artículo 1. Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español con arreglo a la Constitución de la República y al presente Estatuto (…)”. Así que la negación de nuestra historia procederá de épocas anteriores, no será una consecuencia del final de la Segunda República. ¿De cuándo exactamente? ¿Con qué mundo sin negaciones entroncaba la “nueva historia” que habían de “hacer” Fontana y sus colegas?

Sostenía Jaume Sobrequés, hoy director del Museo de Historia de Cataluña, que la Generalidad republicana no había hecho sino “continuar la tarea que se inició en 1359 y que Felipe V malogró en 1714”. Así, el precedente de la institución que estaba cerca de recuperarse cuando nació L’Avenç no era otro que la Diputació del General. Nada nuevo, dirá el lector: siempre que un círculo se arroga la posesión de la verdad sobre los orígenes, naturaleza y unidad esencial de un grupo mayor, siempre que alguien se dispone a iniciar un proyecto de “construcción nacional”, hurga en la Edad Media, lo suficientemente oscura para que un nacionalista le atribuya la época dorada de su patria (en la lejanía de los siglos, como diría la web de la Generalidad). Se puede retroceder aún más: “Con la desaparición del Imperio Romano de Occidente, los visigodos se establecieron en la Península Ibérica. La entrada en Cataluña se produjo al comienzo del siglo V” (Recursos del profesorado, XTEC, Consejería de Educación de la Generalidad). Obsérvese: como no existía España, los visigodos entraron en la Península Ibérica, donde sí existía “Cataluña”. Para la Generalidad y sus medios, España sigue sin existir; se refieren a ella como “Estado español”.

Lo esencial es buscar, y encontrar, pautas con las que armar una trayectoria coherente hasta el presente y así justificar cualquier operación de ingeniería social de cara al futuro. Se trata de construir un relato comprensible, aun si en tal cometido se sacrifica la historia científica, como admite Fontana sin disimulo. Vaya por delante que el que firma desconfía profundamente del adjetivo “científico” cuando se aplica a las ciencias sociales. Sorprende sin embargo que hace treinta años los defensores de los Países Catalanes despacharan tan tranquilamente “lo científico” y que hoy en día sus epígonos, o ellos mismos más talluditos, lo invoquen a la mínima de cambio para pintar como aprendices, amateurs o simples intrusos a cuantos se atreven a llevarles la contraria.

En 1976, a los profesores de historia más concienciados les parecía urgente proporcionar al pueblo un arsenal legitimador de nombres propios, fechas clave, viejas luchas (¡que ya estaban en la buena línea, o en la mala!), instituciones, victorias y derrotas. Fuera del ambiente universitario, todo hay que decirlo, estas pretensiones se recibían con una cierta frialdad o, incluso, con un escepticismo burlón. La llegada de Tarradellas y su Generalidad fue bien acogida por razones diferentes que tienen que ver con la inteligente gestión del propio don Josep, a quien las izquierdas no veían con buenos ojos, ni mucho menos aprobaban su estrategia. Fueron decisivos el afán conciliador del honorable y su habilidad para hacer valer activos morales y solemnes. Tarradellas no dudó en aceptar la autoridad de las instituciones españolas del momento. Visitó al Rey y a Suárez en Madrid antes de pisar suelo catalán; conectó del mejor modo posible el pasado con el presente. Tarradellas era un hombre extraordinario. Su jugada maestra consistió en presentar públicamente una crucial entrevista negociadora con Suárez que había resultado un rotundo fracaso como un éxito, con lo que forzó irresistible y diplomáticamente al presidente del Gobierno hacia su terreno y precipitó el proceso que estaba dispuesto a culminar. Y que culminó, plantándose el 23 de octubre de 1977 en un balcón de la Plaza de San Jaime y dirigiéndose a la multitud con una frase memorable: “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!”. La policía había cerrado la plaza, donde no cabía un alfiler. Tener tan cerca a los temidos uniformados causaba una cierta impresión. Doy fe de que franqueaban el paso a quien mostrase algo parecido a un carné con una hoz y un martillo. En esas anécdotas se comprendía el vuelco histórico.

Ya estaba ahí Tarradellas, ya estaba ahí la Generalidad restaurada. Y todavía no teníamos Constitución ni, por tanto, diseño territorial y político para la España de la democracia. No empezó su discurso diciendo “Catalans!”, como Macià el 14 de abril de 1931 o Companys el 6 de octubre de 1934. Ni por supuesto dijo “Ciutadans dels Països Catalans!”. Dijo “Ciutadans de Catalunya!”. Sus palabras estaban perfectamente medidas. La conclusión es obvia: decidió romper con una trayectoria histórica (y acaso con una maldición) y apelar a la ciudadanía, a la razón.

Su fórmula se impuso a pesar de la oposición de las izquierdas y del nacionalismo catalán (bastante escuchimizado a la sazón). Ellos hubieran preferido recuperar las instituciones por una vía distinta a la encarnación en un viejo presidente exiliado que apostaba por un entendimiento fluido y colaborador con el gran proyecto español de la Transición y que, habiendo vivido las experiencias de la Cataluña republicana, consideraba un peligro la permanente adopción del tono reivindicativo, de enfrentamiento, que la jovencísima Convergencia Democràtica de Catalunya ya apuntaba y que el pasado de Jordi Pujol, marcado por unos años de prisión injusta y por una naturaleza exaltada, aseguraba.

Esperanzados con lo que la nueva situación iba a traer, a la inmensa mayoría de los ciudadanos de Cataluña les dejaban bastante indiferentes las repentinas indignaciones, doscientos sesenta años después, por el Decreto de Nueva Planta. Los multitudinarios onces de septiembre de aquellos años pueden llamar a engaño a quienes los conocen a través de documentales televisivos. Quienes los vivimos sabemos que, en aquel estallido civil, la reivindicación de la autonomía (no de la independencia) era inseparable del afán de libertades públicas que recorría España. Está en el lema Llibertat, amnistia, estatut d’autonomia. Cualesquiera que fuesen las intenciones con que la Assamblea de Catalunya lo puso en circulación -tácticas, parciales, coyunturales…-, la interpretación que le dio la gente fue clara: un estatuto más o menos similar al del 32 y libertades democráticas para España. Y una amnistía, que también se obtuvo y que, con la perspectiva del tiempo, parece claro que hubiera debido quedarse en indulto para los presos políticos. No se comprende en qué beneficiaba a las libertades políticas y a la salud democrática que un reciente violador, un atracador o un asesino de ancianas dejaran sin pagar sus crímenes. Si todas las sentencias penales por delitos comunes del tardofranquismo estaban contaminadas, ¿por qué no lo estaban las civiles, las laborales o las contencioso-administrativas?

Los que con más insistencia se proclaman continuadores directos (y superadores) de aquellas manifestaciones por las libertades y el estatuto ahora sólo exclaman: In-de-pen-dèn-ci-a! Al cabo, son ellos los que se han nutrido más que nadie de la reinterpretación del pasado, de la nueva historia que postulaba Fontana y del sesgado rescate secular de Sobrequés: de Pedro el Ceremonioso a Pascual Maragall. El resto de los catalanes simplemente no justifica demandas políticas acudiendo a la Edad Media. La nueva historia de los siglos lejanos ha quedado en unos cuantos conceptos vagos que se invocarán ocasionalmente sin entrar en detalles. Por ejemplo, cuando se quiera marcar distancias con otras autonomías, o bloquear competencias mediante el expediente de los “derechos históricos”. No operan siquiera como argumentos. Son motivo para elevar los corazones, para retroceder de tanto en tanto a aquella sentimentalidad que Josep Pla calificó de obscena. Para gozar de la experiencia del médium con un pie en la historia y otro en la leyenda. Con una mano jurando los hechos y con otra jurando las falacias. Con la cabeza en la gloria de los elegidos y los pies ansiando la moqueta del Parlament, de la conselleria o de la fundación subvencionada. La perfección mística llega cuando se puede vivir del patriotismo. Se trata de insertarse uno, personalmente, en el ámbito conocido como casa nostra. Ayudará al proceso cualquier actividad demostrable dirigida a nostrar la realidad. “Nostrar” es un verbo insólito, no sé si tiene equivalente en otro idioma. Ni siquiera sé si existe realmente en catalán; en mis diccionarios no aparece, ni en el clásico Els verbs catalans conjugats, de Xoriguera. Cabe traducirlo por “hacer nuestro”, siempre en el sentido de catalanizar. Puesto uno a nostrar lo que se le ponga por delante, puede llegar a pensar que trabaja con conceptos nítidos. Pero no. Se encontrará con lo etéreo; sólo contará con presupuestos (de presuponer) y sólo se saciará con presupuestos (de presupuestar).

Si uno escribe, verá su obra publicada y distribuida. Si no, tendrá al menos la confortable sensación de pertenencia. Pertenencia a un sujeto colectivo tan generoso, atractivo y absorbente que, si uno es catalán, o simplemente está en Cataluña e intuye el funcionamiento de ciertos códigos (porque se dedica a algo relacionado con la cultura, el intelecto, las artes o los medios de comunicación; por ejemplo, un corresponsal extranjero), se da por hecho, sin más, que es uno de los nuestros. Pertenencia que no se refiere a pagar impuestos en Cataluña, o a colaborar al crecimiento de su PIB, o a tener la vecindad civil, datos sin mayores consecuencias. Lo decisivo es compartir una Weltanschauung. Que las opiniones sobre una larga lista de asuntos no se muevan demasiado de una aceptable franja. Todo en el terreno del sobreentendido y gracias a una infinita generosidad ambiental, pues no es necesario demostrar ni afirmar nada en absoluto, en ningún sentido. Sólo arriesga quien se pronuncia. Es la famosa complicidad, en la acepción que le dan los locutores de televisión y, si se tercia, también en la acepción estricta.

Los catalanes nacemos solidarios y progresistas. Por tanto, declararlo no aporta mucho, es una ingenuidad. Si un artista es entrevistado en televisión y quiere marcarse un tanto seguro, tiene que ir un poco más allá. Insultar a Aznar, por ejemplo, sin que venga a cuento, o a Ana Botella. Nunca falla. Si al entrevistado, incluso siendo contrario a Aznar, le repugnan los salvoconductos grupales, perderá esta fácil ventaja. En la última década, denigrar a Aznar en Cataluña ha sido jugar con las cartas marcadas. La famosa escuela catalana que copa el prime time de las televisiones españolas se ha forjado en esa facilidad. ¡Cuánto han tenido que fatigar algunos los libros de historia para que otros lo tengan tan fácil! El profesor, escritor, periodista o cantante que no desee ninguno de los privilegios que se derivan de los sobreentendidos y esté resuelto a opinar sin morderse la lengua, aunque se salga clamorosamente de la franja permisible de discrepancia, puede buscarse problemas. Si el disidente es colectivo, se organiza, publica un manifiesto, da una rueda de prensa, se erige en interlocutor de peso (tanto como tenga su grupo) y hace valer a toda costa su libertad de expresión, reunión y asociación para enmendarle la plana a la Weltanschauung, entonces se encienden todas las alarmas. ¿Quién no tiene en mente un ejemplo reciente y otro antiguo? Por si cupiera alguna duda sobre la relación entre esas dos iniciativas, separadas por más de veinte años, el republicano Bargalló, conseller primer, la ha subrayado. Algo escalofriante, teniendo en cuenta el modo en que acabó el manifiesto de los 2.300. Y que el grueso de Terra Lliure se aloja en su partido, sin arrepentimiento alguno, desde que comprendió al fin, en los años 90, que insistir en la lucha armada era una falta de urbanidad.

El líder de la formación de Bargalló niega ser nacionalista, igual que el presidente Maragall. Cabe interpretarlo como una muestra de cansancio tras revolver demasiado las esencias. Habrán comprobado cuánto más eficaz resulta esa variante de la propaganda que descansa en la ocurrencia: la francofonía de Maragall, la oficialidad en toda España del catalán, de Carod. Son cosas que no podían prever aquellos profesores de historia a mediados de los 70. El desmarque del nacionalismo nominal también responde a la voluntad de distanciarse de Convergència i Unió. Los socialistas de Madrid, Sevilla o Cáceres deberían preguntarse seriamente por qué Carod está más cómodo gobernando con Pasqual Maragall que con Artur Mas. PSC, ERC e ICV lo ven así: durante casi un cuarto de siglo ha gobernado el nacionalismo conservador. Ahora nos toca a nosotros, las izquierdas, a los que no nos define la condición de nacionalistas sino la de progresistas. Cabe replicar a esto que todas las energías del Gobierno tripartito se han puesto al servicio de una reivindicación identitaria: un estatuto nuevo que reconozca derechos históricos, blinde competencias y defina a Cataluña como nación. No les han quedado fuerzas para nada más. Carecen prácticamente de producción legislativa. Por otra parte, su supuesta renuncia al esencialismo histórico se referirá quizás a los siglos XIII al XIX (o del V al XIX, si hay que hacer caso de aquellos Recursos para profesores). No al siglo XX.

De hecho, es ERC quien ha impulsado con mayor vehemencia, en Cataluña y en Madrid, donde el Gobierno central depende de sus votos, la “recuperación de la memoria histórica”, sin que nadie dude de que dicha recuperación se circunscribe a la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo. Y sin que nadie sueñe con que su arrebato mnemotécnico alcance, dentro de las épocas señaladas, ni a la represión ejercida por las izquierdas y los anarcosindicalistas durante la República, ni a la de retaguardia, ni a las checas, ni a los juicios bufos y sumarios, ni a la cacería de poumistas en Barcelona, ni a la violencia contra los católicos por el mero hecho de serlo. Lo que tenemos que recordar, inducidos por su péndulo hipnótico, es una República humanista cuyas reformas se vieron frustradas por militares, obispos y terratenientes; también las execrables insurrecciones reaccionarias; la muy legítima revolución del 34, incluyendo el golpe de Companys; la feroz represión del “bienio negro”; el estallido de libertad y de alegría del Frente Popular; la infame sublevación de julio del 36; la ayuda italo-germana a los nacionales; los juicios de posguerra, la cárcel y los fusilamientos subsiguientes. Y la pérdida de las libertades de Cataluña, que, como un solo hombre, se adhería al bando republicano. Igual que se adherían, siempre en defensa de las libertades y de la democracia, los comunistas de toda España. Esto, es, resumidamente, lo que hay que traer a la memoria.

Repito que es ERC el grupo que más ha impulsado la interferencia de todo ese muestrario trucado del pasado en la actual política española. Parcialidad asombrosa, sufrimiento vicario y exaltación tardía. Y simetría perfecta con la actualidad, como si no hubiera llovido desde entonces. La grandiosa propaganda diseñada por el estalinismo sigue dando sus frutos podridos. Y es el caso que a esa iniciativa esquerrana se ha sumado con entusiasmo el PSOE de Rodríguez Zapatero, tirando de abuelo y descubriendo una poderosa arma cuyos mortíferos efectos se resumen en señalar con el dedo al Partido Popular, el único que no existía en los años treinta (aparte de CDC, siempre coaligada con Unió, que sí existía). Señalarlo para identificarlo con “los fascistas”, que es como llamaban las izquierdas, siempre tan precisas, a Gil Robles y a Francesc Cambó, a José Calvo Sotelo y a Alejandro Lerroux, a Andreu Nin y a Julián Besteiro.

Y en estas nos tenemos que ver en pleno siglo XXI. Quién se lo iba a decir a tantos republicanos de izquierda, socialistas, comunistas y anarquistas como publicaron sus memorias sinceras, situando en su lugar, con la fidelidad de quien ya no tiene nada que perder, las copiosas porciones de culpa que les correspondían a los suyos. No sé si será mucho pedir que la recuperación de la memoria histórica que nos ha cocinado la Esquerra y que nos va a servir el PSOE incluya una cosita: ya que se proclaman, frente a otros, herederos directos de la legalidad republicana, ¿les importaría, por favor, representar en TV3, con buenos actores, cierto diálogo escrito por Manuel Azaña? A fin de cuentas fue el personaje más importante de la Segunda República, el que la encarnó, el que la presidió durante la guerra. Antes había sido jefe del Gobierno. Y antes miembro del Comité Revolucionario. ¡Fue la cabeza visible del Frente Popular! ¡Defendió personalmente el Estatuto de Cataluña en las Cortes republicanas! Con estos antecedentes, no se pueden negar, ¿verdad? Además, la obra está escrita en Barcelona. Se llama La velada en Benicarló. ¿A que no la pasan por TV3? ¿A que no la representan en el Romea? No, desde luego, en esta Cataluña. Quizá se representó en aquella otra, donde ocurrían tantas cosas. Como que unos profesores de historia se organizaran para explicarnos, justo a tiempo, quiénes éramos. Quizá en la Cataluña que añoro, sin haberme movido de ella, todos los días.

VIOLENCIA PROPORCIONADA Y OTRAS MURGAS

Les paso la última "joya" del maestro Pérez Reverte. Como siempre, da en la diana. Léanlo bajo su responsabilidad, no vayan a convertirse de golpe en "fachas" peligrosos por pensar obviedades.

 VIOLENCIA PROPRCIONADA Y OTRAS MURGAS

Quisiera saber a qué atenerme. Con los amigos que tengo en la madera y en Picolandia diciendo por lo bajini Dios te ampare, colega, no damos abasto y esto va a más, sería bueno que alguien me instruyera en los asuntos de legítima defensa, provocación suficiente y proporcionalidad en la violencia que una persona decente puede emplear en su propia casa contra los malos. Porque estoy confuso. Cuando pones tu vida, tu familia y tus propiedades en manos del Estado y te ves desamparado por éste –falta de ganas o falta de medios no cambian la situación–, el sentido común y el instinto de supervivencia aconsejan adoptar otras defensas razonables. Y ése es el problema: lo que las leyes españolas consideran razonable en legítima defensa doméstica tiene poco que ver con el sentido común. Tendría que ver, quizá, con ese mundo ideal, esa Europa responsable, ordenada y ciudadana que parecíamos a punto de conseguir. Pero eso ya no cuela, Manuela. Al corderito de Norit se lo zampan hoy al horno con absoluta impunidad. Y con patatas.

Así que me gustaría que alguien cualificado ilustrara mis dudas legítimo-defensivo-hogareñas. Si unos ladrones, por ejemplo, saltan a un jardín con intenciones dolosas y son atacados por el perro de la casa, ¿la indemnización que debe pagarles el propietario del perro incluye las lesiones por mordiscos o también la ropa rota en la refriega? ¿Debe esperar el perro a que los intrusos demuestren inequívocamente sus intenciones malvadas antes de hacerles pupita? ¿Da lo mismo a quién muerda el perro, o hay connotaciones xenófobas si en vez de un español o un ucraniano rubio la víctima es moro o colombiano? ¿Es agravante ladrar? ¿Será sacrificado el cánido por las autoridades competentes? En caso de que el perro despache al intruso, ¿deben ser indemnizados los parientes próximos de la víctima?

Como ven, el asunto no es baladí. Y eso que todavía estamos en el jardín. Pero imaginen que, con perro o sin él, los malos penetran en la casa. Ahí sí debemos hilar fino. ¿A partir de qué momento es legítimo defenderse? ¿Es adecuado sacudirle con un garrote a un fulano que entra en tu casa a las tres de la madrugada, o es preciso antes averiguar sus intenciones? ¿Y qué hacer cuando, tras preguntarle cortésmente, «Caballero, ¿qué intención lo trae por aquí?», el otro se hace el longuis? ¿Hay que esperar a que empiece a meter en un saco la colección de Tintín? ¿A que desenchufe el Deuvedé? ¿A que coja las llaves del coche? ¿Es atenuante para el intruso que la interpelación no se le haga en la lengua autonómica correspondiente?

Pero, en fin. Supongamos que la actitud del malevo es inequívoca. Eso, lejos de aclarar las cosas, plantea más problemas legales. De noche y dentro de la propia casa, ¿qué es provocación suficiente? ¿Basta con que los asaltantes amenacen a la familia de palabra, o hay que esperar a que te pongan una navaja en el cuello o una pistola en la cabeza? ¿Violar a las hijas, a la esposa o a la chacha ecuatoriana es provocación suficiente? ¿Basta con adivinar la intención, o hay que dar tiempo a que se consume el asunto? ¿Hay que esperar a que te maniaten o sodomicen para que la provocación sea suficiente y manifiesta?

Llegados a ese punto, por cierto, entramos en el resbaladizo terreno de la proporcionalidad en la respuesta. ¿Es proporcionado que el dueño de una casa, cuando le entran varios individuos armados o sin armas, intente cargarse a alguno, si puede? ¿A partir de qué momento, poseyendo una escopeta de caza o un fusco con papeles, puede liarse a tiros con los malos? ¿Debe esperar a que las intenciones de provocación sean manifiestas, como por ejemplo, a que lo inflen a hostias preguntándole dónde esconde la viruta? Si los malos llevan cuchillos, ¿debe renunciar al uso de la pistola, por aquello de la proporcionalidad, y utilizar sólo un cuchillo de cocina o el palo de la fregona? Si en una casa entran a robar diez albanokosovares veteranos de guerra, ¿a cuántos puede atacar a mordiscos el propietario si ninguno de los diez lleva armas? ¿Y si las llevan? ¿Debe esperar a que le disparen para disparar él? ¿Hace falta un tiro previo de advertencia al aire? ¿Si los mata a los diez y encima le da risa, se considera ensañamiento?

Dicho de otro modo: ¿Y si nos fuéramos todos a hacer puñetas?

 

PD. Ahí dejo un regalito para los "revertianos" de pro. Que lo disfruten y vayan prerándose, ¡Voto a bríos!...

"Aquí no sirve ni muere nadie"

Iba a escribirles hoy un artículo muy mono, pero por aquellas cosas que pasan he encontrado uno mejor y que toca alguno de los temas que trataré en breve. No creo que haga falta que les diga--a estas alturas--quien lo ha perpetrado.Así que ahí va.
Huelga decir que comparto la inmensa mayoría de lo dicho por el autor...

Seguimos actualizándonos, pardiez. En la academia de suboficiales de Lérida, Defensa –el nombre empieza a parecer un chiste– ha retirado la inscripción «A España servir hasta morir». La decisión se tomó por presiones de vecinos y políticos locales, que pedían la desaparición de un mensaje que consideraban «una vergonzosa agresión al paisaje, al buen gusto y a la libertad». Y bueno. Lo del paisaje y el buen gusto podría ser; pero la agresión a la libertad no termino de verla del todo. Mi libertad, por lo menos, no se ve agredida porque los suboficiales del Ejército sirvan a España hasta morir, en Lérida o en donde sea. Más bien al contrario. A mí, la verdad, que en un ejército voluntario, como el de ahora, haya individuos e individuas dispuestos a dejarse escabechar por España, siempre y cuando sea en condiciones normales de milicia y no en vuelos chárter de segunda mano para ahorrarle cuatro duros al ministerio, me parece estupendo. Alguien tendrá que hacerlo llegado el caso, digo yo. Y además lo llevan incluido en el oficio y en la mierda de sueldo que cobran. De modo que si a alguien le parece mal, sólo veo una explicación: ese alguien cree que no hace falta que nadie muera por España.

Dejemos las cosas claras. En este país ruin e insolidario, y en lo que a mí se refiere, las banderitas e himnos nacionales, regionales y locales, los villancicos navideños, las salves marineras y rocieras, las jotas a la Pilarica o a San Apapucio, los pasos de Semana Santa y la ola en los estadios cuando juega la selección tal o la cual, se los pueden guardar algunos donde les alivien. Cuando políticos, generales, obispos, financieros y presidentes futboleros, entre otros, agitan desaforadamente trapos, crucifijos, folklore, camisetas o lo que sea, en vez de heroísmo, patrias, dignidades, espiritualidades, tradiciones y cosas así, lo que yo veo es a millones de infelices manipulados desde hace siglos por aquellos que diseñan las banderas y los símbolos, utilizándolos para llevarse al personal a la cama. Lo que no es incompatible –acabo de escribir una novela sobre eso– con la ternura y respeto que siento por los desgraciados que lucharon, sufrieron y palmaron por una fe, por un deber o porque no tenían más remedio. Pero entre quienes se benefician de ello, no veo distinción entre derechas, izquierdas, nacionalistas o mediopensionistas. En sus manos pecadoras, tan sucia es la bandera que agitan como la ausencia de la que niegan. Bicolor, tricolor, multicolor, technicolor o cinemascope. Lo mismo si la izan que si la descuartizan.

Respecto a lo que decía antes, me explico más. Quienes crean que en un país normal, con fronteras y política exterior, los ejércitos resultan innecesarios, son unos pardillos. Esa murga sería preciosa en un mundo ideal, pero nada tiene que ver con éste. Ciertos cantamañanas olvidan, o ignoran, que quienes en 1936 vertebraron la defensa antifranquista, tonterías populacheras aparte, fueron los organizadísimos comunistas y los militares profesionales leales a la República. En cuanto al presente de indicativo, la razón de que Estados Unidos, nos cuaje o no, sea árbitro del mundo no se basa sólo en su potencia económica, sino en su carísima y eficaz máquina militar sin complejos. Europa es un ratoncillo en ese terreno, y España la colita cochambrosa de ese ratón. Pregúntenselo a Javier Solana, el míster Pesc del circo Price, cuando va a Israel y esa mala bestia de Sharon se le descojona en la cara. O a nuestro genio de la blitzkrieg diplomática y el buen rollito, el ministro Moratinos, la próxima vez que los ingleses le metan la Royal Navy en el estanque del Retiro. El pacifismo y el antiamericanismo rinden en titulares de prensa; pero la falta de fuerzas armadas propias significa que, si algo se va al carajo, habrá que pedir ayuda a los Estados Unidos, como en las guerras mundiales, Bosnia, Kosovo y demás. Siempre y cuando Estados Unidos no esté con el otro bando. Lo ideal, claro, es acabar de una vez con las armas y las guerras y besarnos todos en la boca dialogante, muá, muá, slurp. Pero esa película hace tiempo que la quitaron de los cines.

Aunque, volviendo a lo de la academia de Lérida, cabe una segunda posibilidad: que aparte de quien cree innecesario que exista gente capaz de sacrificarse por España, haya a quien le conviene que nadie la defienda si la maltratan o descuartizan. En el primer caso nos las veríamos con un ingenuo, o un imbécil. En el otro caso, con un relamido hijo de la gran puta.

La fiel infantería

Arturo Pérez Reverte

La rendición de Breda, por Diego Velázquez.

Aún no se había inventado la fotografía; pero aquel tipo, Velázquez, recogió el momento. Estábamos allí, engalanados como para el Corpus, y a lo lejos Breda estaba en llamas. La verdad es que nos habíamos ganado a pulso el asunto, después de ocho meses dale que te pego, tragando miseria en los parapetos; cavando trincheras, zapa va y zapa viene, con los holandeses haciendo salidas y acuchillándonos en cuanto cerrábamos un ojo. Pero allá ondeaba, en el campanario, el lienzo blanco, grande como una sábana. Al final les habíamos roto el espinazo.

Nos alinearon en el centro, capitanes delante, guardia de piqueros y mosquetes a la derecha, más o menos en orden, aupándonos sobre la punta de los pies para verle la jeta a los holandeses. El capitán Urbieta nos puso en las filas delanteras a los que teníamos la ropa menos harapienta, empeñado como estaba en que impresionásemos al enemigo con nuestra marcial apariencia. La revista de la mañana había sido un calvario: diez azotes por cada falta de aseo y descuido en la vestimenta. Como dijo Antonio Muñoz, mi paisano, para qué puñetas queremos impresionarlos más, capitán, después de que los hemos fastidiado así de bien, que hasta se rinden, los herejes. Si eso no es impresionar a esos hideputas, que baje Cristo y lo vea. Y Urbieta, la mano en el pomo de la espada, mordiéndose el bigote para mantenerse serio, recetando cinco latigazos y medio rancho para el pobre Antonio, por bocazas y por meter al hijo de Dios en estos lances.

El caso es que allí estábamos, en aquel cerro que se llamaba Vangaast o Vandaart o algo por el estilo, con una treintena de picas y otros tantos mosquetes como guardia de honor, con las banderas de los tercios y toda la parafernalia. El resto de las compañías en línea ladera abajo, la cruz de San Andrés desplegada sobre los morriones de nuestros piqueros, lanzas y más lanzas, y mosquetes, que era un gusto mirarlos hasta el llano donde estaba la artillería apuntando al valle y la ciudad. Y al fondo, difuminada y azul entre el humo de los incendios, con manchas de sol que iban y venían entre las motas grises de las fortificaciones y los edificios, Breda a nuestros pies.

Sitúense ante el cuadro y miren a los holandeses, a la izquierda del lienzo. Observen sus caras. Habían subido la cuesta despacio, tomándose su tiempo, como si los que iban a rendirse fuéramos nosotros. Y Justino de Nassau endomingado como para una boda, bajándose del caballo con cara de asistir a su propio funeral, mirando alrededor como un sonámbulo, intentando digerir la humillación mientras procuraba mantener el porte digno. Al pobre diablo le temblaba la mano que sostenía la llave de la ciudad. Algunos de sus oficiales eran muy jóvenes, demasiado para emplearlos en negocio como la guerra, crecidos en campos fértiles, con llanuras y ríos y graneros bien abastecidos, comiendo caliente desde renacuajos. Burgueses cebados y con mucho que perder. Había uno de sus cachorros, rubio e imberbe, jovencito, con casaca blanca y manos de damisela que, aunque destocado por el protocolo, miraba con desprecio nuestras botas con remiendos, las barbas mal rapadas, nuestras caras de lobos flacos, peligrosos y arrogantes. Y hasta tal punto galleaba el mozo que mi capitán Urbieta, que tenía el genio vivo, empezó a retorcerse el mostacho y a acariciar el pomo de la espada, sugiriendo una sesión privada de esgrima. Un compañero del holandés captó el gesto y, poniendo la mano en el hombro del joven oficial, lo reconvino en voz baja hasta que éste bajó los ojos humillado y furioso, a punto de romper en lágrimas. Demasiado tierno, como casi todos ellos. Así les había ido la feria.

A la derecha estamos nosotros; mi lanza es la tercera por la izquierda. En torno sonaban redobles, cascos de cabalgaduras, capitanes dando órdenes como latigazos. Y allí, descabalgando, nuestro general, con media armadura negra rematada en oro, cuello de encaje y banda carmesí, el apunte de una sonrisa en los labios, Ambrosio Spínola, el viejo zorro. Con aire de circunstancias, pero disfrutando por dentro el espectáculo. Al fin y al cabo, aquélla era su fiesta.

Lo que son las cosas de la vida. Cuando la gente se para ante el cuadro, en el museo, son Spínola y el holandés, el jovencito imberbe y la plana mayor de nuestro general, quienes acaparan todas las miradas. Nosotros só1o somos el decorado, el te1ón de fondo de una escena en la que hasta el caballo de don Ambrosio, sus cuartos traseros, parece tener más importancia. Y sin embargo, allí en Breda como antes en Sagunto, Las Navas, Otumba o Pavía, o después en los Arapiles, Baler, Annual o Belchite, quienes en realidad hacíamos el trabajo duro éramos nosotros. Los nombres dan igual, porque durante siglos fuimos siempre los mismos: Antonio de Úbeda, Luis de Oñate, Álvaro de Valencia, Miguel de Jaca, Juan de Cartagena... Con la España que teníamos a la espalda, no había otra solución que huir hacia adelante. Por eso éramos, qué remedio, la mejor infantería del mundo. Secos y duros como la ingrata tierra que nos parió, hechos al hambre, al sufrimiento y la miseria. Crecidos sabiendo lo que cuesta un mendrugo de pan. Viendo al padre, y al abuelo, y a los hermanos mayores, dejarse las uñas en los terrones secos, regados con más sudor que agua. A la madre silenciosa y hosca, atizando el miserable fogón. Salidos de ocho siglos de acogotar moros o de acuchi1larnos entre nosotros, crueles e inocentes a un tiempo, traídos y llevados a través del tiempo y de los libros de Historia so pretexto de tantas palabras huecas, de tantos mercachifles disfrazados de patriotas, de tantas banderas a cuánto la vara de paño de Tarrasa, de tantas fanfarrias compuestas por filarmónicos héroes de retaguardia. Fíjense en nosotros: siempre al fondo y muy atrás, perdidos, anónimos como siempre, como en todos los cuadros y todos los monumentos y todas las fotos de todas las guerras. Soldados sin rostro y sin nombre, carne de cañón, de bayoneta, de trinchera. La pobre, sudorosa y fiel infantería. Después, en los primeros planos y sobre los pedestales de las estatuas siempre aparecen otros: los Spínola que nunca se manchan el jubón, y que aún tienen humor y elegancia para decirle al holandés no, don Justino, faltaría más, no se incline. Estamos entre caballeros. El resto queda para nosotros: cruzar un río helado entre la niebla, en camisa para confundirnos con la nieve, la espada entre los dientes minados por el escorbuto. Levantarse y correr ladera arriba con la metralla zumbando por todas partes, porque al capitán, aunque es una mala bestia, nos da vergüenza dejarlo ir solo. Quedarte sin municiones en la Puerta del Carmen de Zaragoza y empalmar la navaja tarareando una jotica para tragarte el miedo, mientras los gabachos se acercan para el último asalto. Hacerse a la mar porque más vale honra sin barcos, dicen, en buques de madera ante los acorazados de acero yanquis. Morir de fiebre en la manigua, degollado en Monte Arruit por la ineptitud de espadones con charreteras. O cruzar el Ebro con diecisiete años mientras la artillería te da candela, el fusil en alto y el agua por la cintura, con los compañeros yéndose río abajo mientras en la orilla los generales y los políticos posan para los fotógrafos de la prensa extranjera.

Échenle un vistazo tranquilo al lienzo, sin prisas, e intenten reconocernos. Somos la humilde parcheada piel sobre la que redobla toda esa ilustre vitola de los generales y los reyes que posan de perfil para las monedas, los cuadros y la Historia. Y cuántas veces, en los últimos doscientos o trescientos años, no habremos visto ante nosotros, mirando con fijeza hacia el modesto rincón que ocupamos en el lienzo, un rostro de campesino, de esos arrugados y curtidos por el sol como cuero viejo. Un rostro parado ante el cuadro con aire tímido y paleto, dándole vueltas a la boina o el sombrero entre las manos nudosas, encallecidas, de uñas rotas. Los ojos de un hombre indiferente a la escena central del cuadro, buscando aquí atrás, en la modesta parte derecha de la composición, al fondo, bajo las lanzas, entre nosotros, una silueta confusa, familiar. Tal vez la de aquel hijo al que una vez acompañó un trecho por el sendero que conducía al pueblo, llevándole el hato de ropa o la maleta de cartón, liándole el primer cigarro. El hijo al que, ya parado en el último recodo, vio alejarse con su pelo al rape, las alpargatas y el traje de domingo, llamado a servir al rey. Hacia una guerra lejana e incomprensible de la que no habría de volver jamás.

Fíjense en el cuadro de una maldita vez. Nosotros le dimos nombre y apenas se nos ve. Nos tapan, y no es casualidad, los generales, el caballo y la bandera.

Pepe y Manolo en Formentera

Aparte de mi diario articulito del día no puedo dejar pasar la ocaasión de poner esta joya para que la disfruteis.

Pues eso. Que arribé de madrugada y estoy fondeado frente a los Trocados, en Formentera, con treinta metros de cadena en cinco de sonda, intentando recobrarme de una larga noche frente a la pantalla de radar o con los prismáticos en la cara, esquivando mercantes que nunca se apartan aunque vayan a vela y encima vean tu luz roja de babor, los muy cabrones. Estoy tumbado en el camarote, digo, durmiendo el sueño glorioso de los marinos cansados que al fin arrían velas y echan el hierro donde querían echarlo, sobando como un almirante pese a los rayos de sol que se filtran por los portillos, y además tengo la suerte de que no hay ningún retrasado mental con moto de agua dando por saco cerca, y de postre hace dos semanas que no leo periódicos, ni oigo la radio, ni tengo la menor idea de cómo andan la comisión del 11-M, ni el Pesoe, ni el Pepé, ni el plan Ibarretxe, o sea, ni puta falta que me hace, ni a mí ni a nadie. Estoy tal cual, digo, dormido y razonablemente feliz, soñando que una sirena se desliza a mi lado y me despierta con la habilidad que tienen las sirenas como Dios manda para esa clase de menesteres despertatorios, cuando un estruendo exterior estremece los mamparos. Chunda, chunda, hace, igual que cuando estás en la calle y pasa un imbécil con la radio a toda leche y las ventanillas del coche abiertas.

Me levanto, jurando a los doctrinales. Después subo a cubierta y veo el otro barco. La playa tiene muchas millas y hay sitio de sobra; pero el recién llegado ha venido a situarse cerquísima de mi banda de estribor. Es un yatecito a motor de nueve o diez metros, algo cochambroso, con música bailonga atronando por los altavoces de la bañera y tres jóvenes señoras en tanga y con las tetas al aire bailando en la proa. Para ser exactos, se trata de una rubia y dos morenas. Y para ser más exactos todavía, lo de señoras resulta relativo, porque tienen una pinta de putas que te rilas. Con Ibiza cerca y a primeros de agosto, no digo más.

Pero lo mejor, el tuétano del asunto, son los tres jambos. El dueño del barco está al timón, en la toldilla. Cincuentón, moreno, peludo, tripón, con una cadena de oro al cuello. Sus dos colegas responden al mismo perfil ibérico: barriga cervecera desbordándoles la cintura del bañador, latas de birra en la mano. Un común toquecito hortera. Españoles maduros de toda la vida, con aspecto y maneras de estarse corriendo una juerga de cojón de pato. El típico Manolo que le ha dicho a su respectiva: oye, Maruja, me voy tres días con Pepe y Mariano a pescar atunes en alta mar, para descansar un poco del curro, y a la vuelta te llevo con los críos a la playa. Eso es lo que imagino mientras los observo moverse al ritmo de la música, bailoteando a saltitos discotequeros entre sorbo y sorbo a la cerveza alrededor de las pájaras de la proa, que siguen a lo suyo sin hacerles mucho caso. Y entonces, como si me hubieran adivinado el pensamiento, uno empieza a darse golpecitos de nalga con la grupa de una de las tordas y le grita al patrón: «Vente pacá, Manolo, que no decaiga». Lo juro: Manolo. Tal cual. Y entonces llega Manolo moviendo la tripa al ritmo de la murga discotequera, esforzadamente moderno a tope, y agarra a una chocholoco, la rubia, y se tira al agua con ella, y allí le quita el tanga y lo agita en alto como trofeo antes de ponérselo de gorro, y los colegas lo jalean desde el barco, y uno saca una cámara y le hace una foto chapoteando con la lumi apalancada, el tanga en el cogote y él sonriendo regordete y triunfante, imaginando, supongo, la envidia de los compañeros del curro cuando en septiembre les enseñe el afoto. Ese afoto que luego la legítima siempre encuentra escondido en un cajón y te cuesta, según la pasta que tengas, el divorcio o un disgusto.

Pero lo mejor es que, cuando Manolo sale del agua y se pone a secarse desnudo, ciruelo al sol, mientras la rubia despelotada pasa de él y se va a bailar con las otras, y los colegas lo rodean cerveza en mano celebrando lo del tanga, juás, juás, qué jartá a reír nos estamos pegando, compadre, oigo que a otro de ellos lo llaman Pepe. Les doy mi palabra. Pepe esto y Pepe lo otro. Y me digo: no puede ser, es demasiado clásico todo, demasiado patéticamente perfecto. Pepe y Manolo. La España eterna, cutre, cañí, nunca se rinde. Entonces me entra así como una ternura retorcida y rara, oigan. Y, horrorizado de mí mismo, sonrío.

Arturo Pérez Reverte