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Recuerdos

Es un viejo edificio destartalado de los años 60. Arquitectura racionalista con mucho hormigón y cristal, algunos dicen que los amplios pasillos tienen como motivo permitir cargas policiales. Hace ya muchos años que no entra la policía, pero aún se sigue respirando el antiguo aroma contestatario.
Lo situaron a la afueras de la ciudad. Quien sabe si tenía como objetivo alejar a los jóvenes descontentos del centro de la ciudad burguesa. Lo único cierto es que ahora comparte espacio con putas y travestis. Es como un guiño a aquellos que todavía se adentran en él buscando alguna respuesta. Al salir se topan directamente con seres humanos vendiendo su cuerpo. Extrañas coincidencias.
Lo están dejando morir lentamente. Hace tiempo que dejaron de restaurarlo y, como mucho, de vez en cuando aparece un nuevo parche de cemento. Los lavabos son fríos y desvencijados, las aulas carecen, la mayoría de las veces de asientos adecuados y calefacción, y el bar es un gran espacio vacío que llenan cada mañana los estudiantes.
Vuelvo a él cada viernes en busca de los pocos amigos que aún me quedan allí. Restos de un naufragio, de tiempos mejores y un futuro más incierto. Todavía siento cómo se ensancha el corazón al entrar en el vestíbulo. Contemplo cómo ya no está Luís, es conserje, aquel tipo bajito y calvete cien por cien ibérico. Ya nadie me reconoce por los pasillos, y los profesores—salvo algunas excepciones—no recuerdan ya mi cara de antiguo alumno resabido. Ya nada de aquello es mío, pero sin embargo siento que aquella es mi casa, posiblemente el único sitio de este mundo donde he sentido que encajaba.
Ahora regreso allí de visita. Un corto viaje de veinte minutos me transporta del nuevo templo del saber. La diferencia es abismal. Paso del lujo, del mármol, de tropecientos ordenadores por cabeza, de las aulas inmaculadas, de los proyectores de DVD, de las salas de edición, a un mundo simple de sillas y pizarra donde un viejo profesor descreído sigue pensando que algo se puede cambiar.
No me siento a gusto en la nueva facultad. Siento como si lo observara todo de lejos, como si aquello no fuera conmigo. Todo es frío y aséptico. Los pasillos oscuros y el bar en silencio, los ghettos de fumadores y la distancia glaciar de los docentes. No hay sentimiento. No hay nada.
Quizá por eso regreso cada semana a mi vieja facultad. Aunque sólo sea para entrar y beber agua en el surtidor. Para ver los desconchones del techo y los carteles revolucionarios de las paredes. Para oler a marihuana en el bar y tomarme una cerveza tranquilamente tumbado en el césped. Para ver por el cristal cómo el viejo Iniesta les explica a los nuevos alumnos que África es mucho más, mientras yo recuerdo cómo imaginaba en sus clases viajes por Bilad el Sudan, el país de los negros.
Decía Chejov que la medicina era su mujer y la literatura su amante. Algo similar me pasa a mi. Mi primer amor lo viví allí dentro, mi primera pasión por saber más y aprender. Ahora sólo me queda el deber. Sacarme de encima estos dos años de inutilidad y empezar de nuevo. Olvidarme de toda la “cultureta” y de todo el provincianismo de una facultad insulsa e inexpresiva. Sólo unos meses más.
Pero lo que no cambiará será mi visita a la vieja facultad de Historia. Mientras aguante allí y no la derriben para montar algún espacio empresarial nuevo. Me quedarán los recuerdos de los mejores años, de los mejores amigos, de cuando aún creía en algo y cuando podía amar a una mujer sin reservas.
Me queda mucho más. Me queda haberme hecho una persona allí dentro, haber pensado por mi mismo, haber sentido y luchado. Todo eso metido dentro de un viejo edificio de los años sesenta. Una construcción con los días contados, pero que aún yergue orgullosa sus torres.
Algien dijo alguna vez que siempre le quedaría París. A mi siemrpe me quedará mi vieja facultad y todo lo que ella representa frente a la mediocridad de diseño y la frialdad de “les coses ben fetes”.

2 comentarios

Ursula -

Estoy llorando, gracias por haberlo dicho, Un beso.

Biafra -

Emocionante. Me identifico al 100%