Manel
Cada tarde lo veo al pasar por la carretera que cruza el pueblo vecino al mío. Atiende amablemente a alguna viejecita, le lleva las bolsas del super o despacha atrincherado tras la máquina registradora. Embutido en su bata azul repite con monotonía la rutina del día a día. Se llama Manel, según creo recordar de la época del instituto. Algún cabronazo le puso de mote del 16 válvulas por no sé qué problema en su cerebro. Nunca me gustaron aquellos chascarrillos ni las risas autosuficientes de aquellos pisaverdes que tenía como compañeros.
Ahora, años después, despacha como tendero en el colmado de su familia. Su cara expresa confianza y buena fe, esos sentimientos de aquellos que no tienen malicia ni doble fondo. Manel atiende siempre con una sonrisa, o por lo menos es así como lo observo cuando mi coche se para enfrente de su pequeño establecimiento. Una mezcla de compasión y de envidia me asalta al ver al bueno de Manel. Compasión por saber que nunca será capaz del todo de entender en qué clase de mundo vive, ni de disfrutar de tantas cosas que nos ofrece la vida. También de no poder defenderse como es debido de tanto desaprensivo suelto. Me imagino al comercial listillo de turno o a la señora encantada de haberse conocido jactándose de las pocas entendederas del pobre Manel. Pero a la vez también siento una especie de envidia por él. Envidia por su pequeño mundo de latas de conservas y botes de jabón. Una existencia simple, rutinaria y segura en la que cada día se parece al anterior y en la que pocas cosas hay que temer. A Manel no le interesa que un desaprensivo invada un país que no es el suyo, ni que cuatro iluminados jueguen con los sentimientos de millones de personas. Él vive, a su manera, en otro mundo; mucho más sencillo que el de la mayoría. Nunca se preocupará por el reconocimiento personal, por llegar a ser alguien, ni por buscarle un sentido metafísico a su propia existencia.
A veces, mientras lo observo, vienen a mi aquellas palabras que el tío Iturrioz le decía a Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia; unas palabras cargadas de amargura en las que equiparaba dolor y conocimiento. Y mientras miro a Manel sonrío al pensar que ahí radica, precisamente, su particular venganza contra todos nosotros.
Ahora, años después, despacha como tendero en el colmado de su familia. Su cara expresa confianza y buena fe, esos sentimientos de aquellos que no tienen malicia ni doble fondo. Manel atiende siempre con una sonrisa, o por lo menos es así como lo observo cuando mi coche se para enfrente de su pequeño establecimiento. Una mezcla de compasión y de envidia me asalta al ver al bueno de Manel. Compasión por saber que nunca será capaz del todo de entender en qué clase de mundo vive, ni de disfrutar de tantas cosas que nos ofrece la vida. También de no poder defenderse como es debido de tanto desaprensivo suelto. Me imagino al comercial listillo de turno o a la señora encantada de haberse conocido jactándose de las pocas entendederas del pobre Manel. Pero a la vez también siento una especie de envidia por él. Envidia por su pequeño mundo de latas de conservas y botes de jabón. Una existencia simple, rutinaria y segura en la que cada día se parece al anterior y en la que pocas cosas hay que temer. A Manel no le interesa que un desaprensivo invada un país que no es el suyo, ni que cuatro iluminados jueguen con los sentimientos de millones de personas. Él vive, a su manera, en otro mundo; mucho más sencillo que el de la mayoría. Nunca se preocupará por el reconocimiento personal, por llegar a ser alguien, ni por buscarle un sentido metafísico a su propia existencia.
A veces, mientras lo observo, vienen a mi aquellas palabras que el tío Iturrioz le decía a Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia; unas palabras cargadas de amargura en las que equiparaba dolor y conocimiento. Y mientras miro a Manel sonrío al pensar que ahí radica, precisamente, su particular venganza contra todos nosotros.
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